Cierro mis ojos pero sé que los suyos están ahí.
Los abro.
Mis manos danzan por aguas rocosas que poco a poco descubro.
Emoción desconocida.
Si mi cuerpo fuese más blando podría advertir todas las direcciones que me ofrece.
Pero no lo soy, así que solo fantaseo.
Me entretengo con las terminaciones puntiagudas de las piedras y sus diferentes
tamaños. Las más grandes están cerca de la orilla y las pequeñas navegan por el agua.
En este momento un viento roza mi cuello y un órgano color terroso desborda el
espacio montañoso y da forma a lo que yo imagino un rostro. A esta altura no sé si el
viento llega desde el balcón de mi departamento o desde la pintura misma. Camino, y
en mi recuerdo aparece algo que leí hace días en un cartel “La mirada abre
direcciones: avanza, se detiene, se pierde y retorna. En cada desvío, algo nuevo por
andar”
. Si continúo por este camino sus ojos lentamente pierden cierta nitidez.
Cambian de forma. Sus amplias curvas son el comienzo de un viaje sinuoso. Quizás a
ese lugar de donde también viene la pintura. El paso de las tonalidades tierra siena
natural y tierra sombra tostada a las verdosas, azuladas y grises está acompañado por
un cambio de temperatura. No es algo frío sino más bien liviano. En esta zona las
definiciones parecen ser innecesarias porque el lugar es maleable y texturoso. Una sola
nube en su esquina superior derecha da señales de un rostro desdibujado. ¿Quizás
este rostro encuentre su forma cuando sepa que es nube? El ciclo vuelve a comenzar,
mis ojos una vez más puestos sobre las terminaciones puntiagudas que ahora, por
alguna razón que ignoro, se sienten más blandas y esponjosas.
gala altamare